🎴 Cartas de viaje 003: Taiwán, Vietnam y la Fotografía
También lecturas, canciones y un pastor motero
Ha pasado más de un mes desde la última vez que te hablé de cómo iba mi viaje –aunque de alguna manera puedas intuir cómo avanza la vida a través de mis otras cartas–. Creo que una razón por la que no me nace de manera tan sencilla el hablarte sobre lo que ando viviendo así, de forma directa y personal, es por un lado por la costumbre, mi escritura está fundada en la poesía y la ficción, pero creo que también porque muchas veces pienso que no tengo tanto que contar. Lo cual es una tontería, si recapacito un mínimo. Hay demasiadas cosas. Pero quizás ese sentimiento nace de que, en momentos como este mismo, sentado en esta silla de este salón de la casa de mis amigos donde llevo alojándome unos meses y me alojaré un tiempo más, desde aquí: el lugar donde escribo, mi vida no se diferencia tanto de la vida que vivía en Madrid. Sigo despertándome algo más tarde de lo que debiera, sigo pasando buena parte del día entre escrituras y lecturas, sigo mirando por la ventana cuando mis ojos quieren descanso –la polución de hoy es terrible; he ahí una cosa que no me gusta de (las ciudades de) Taiwán–, y sigo bebiendo demasiado café.

En el trabajo de cada día entro tanto en un espacio tan mío, tan personal y continuo, que me lleva acompañando desde hace tanto tiempo ya, sin importar dónde me encuentre, que por momentos olvido que estoy en Taiwán, y cuando salgo al atardecer y me subo a la moto a perderme en el tráfico taiwanés, camino a una montaña o a un parque o a un mar –o a un rocódromo, porque muchas veces es ahí donde me dirijo, pero evitaba mencionarlo porque a la palabra rocódromo le falta un je ne sais quoi, que voy a llamar poesía; que suena feo, vamos–, es entonces cuando de pronto descubro de nuevo dónde estoy. Esto no es Madrid, parece que me digo, porque en verdad me sorprende encontrarme aquí, en mitad de un enjambre de motos, rodeado de neones y carteles que apenas sé leer.
La escritura –y también la lectura– es un espacio extraño que transporta y hace olvidar el entorno, que existe en su entorno particular. Por eso me viene bien escribir estas cartas más traídas a tierra, para enraizar mi escritura en el mundo de otra manera, y no dejar siempre a la ficción –tan necesaria, tan buena compañera– o a la intención poética –voz y guía– tomar siempre el control.
Pero, como decía, hay tantas cosas que contar, porque los días siempre están llenos, incluso aquellos en que no me muevo demasiado de mi asiento –y es esa una razón por la que no me muevo de mi asiento–. Tiendo a llenarlos de música, de poesía, de libros, de conversaciones, de curiosidades, de descubrimientos, de nuevos intereses.
Pensaba el otro día que parezco ir en una persecución continua de esa exaltación que me da lo nuevo, el descubrimiento, la curiosidad, la emoción de volcarse en algo que tiene tanto por enseñar. Le dije a una amiga: parece un rasgo leve de bipolaridad, entre cumbres y valles; ella me dijo que no me preocupase, simplemente eres piscis, dijo. No seré yo quien niegue la implicación de los astros si es que ellos quieren implicarse. Pero es cierto, para mí es un continuo vital, esa búsqueda personal de la efervescencia –así llamaré a ese sentimiento–, que siempre encuentro encima de la moto, en atardeceres y amaneceres –de estos últimos he visto pocos pero buah si son bonitos–, en las palabras bien escritas, en conversaciones honestas y profundas, y en la música, por mencionar unas de tantas cosas. Así que, por ahí quiero centrar hoy las noticias de mi viaje, por mis obsesiones y por los descubrimientos que me hacen efervescer, tanto los que hago en movimiento como los que hago desde el asiento. Hablaré de mis sueños de esta semana, como suele llamarlos un amigo mío.
Sobre música:
Tengo una obsesión perenne con Bob Dylan. Está demostrado, es incurable. Está bien, es un tipo de adicción que hace bien en cuerpo y mente; aunque quizás sea una de las culpables de mi querencia por el asfalto, por la carretera y manta, que se suele decir. Escuchar a Bob Dylan es siempre estar en movimiento. Pero no hablaré de Bob, hoy no, más no, sabes dónde encontrarle, que te hable él.
Ahora bien, en mi leve frenesí dylanesco de esta semana, he estado leyendo sobre él, sobre la música que le inspira a Él –¿too much?–. Me gustaría recomendarte una canción recomendada por Bob Dylan. Ya me dirás qué te parece.
Sobre lecturas:
He estado yendo y viniendo por varios libros en las pasadas semanas. Te hablaré de algunos.
Terminé hace poco el libro de relatos Putas asesinas de Roberto Bolaño. Otra adicción. Hay pocos autores y autoras que me cautiven como lo hace él. Me da absolutamente igual lo que me cuente, no me importa nada. Me puede hablar de boxeo, me puede contar una historia policíaca, me habla de fútbol, de la política de Chile, de la poesía callejera de México, de concursos literarios en España, lo mismo da. Bolaño es un río. Bolaño siempre sopla. Bolaño me arrastra por las corrientes de la lectura y me empuja a perderme en las cuevas insondables de la escritura. Bolaño lo dice todo cuando parece no hablar de nada. Es un narrador puro.
Te lo recomiendo. Ese o cualquier otro de sus libros. Si te gusta la novela corta: Amuleto o Estrella distante son geniales. Si no te asusta el grosor de una novela ve a por Los detectives salvajes. Ya irás a 2666 cuando te haya atrapado en sus corrientes.
Ve a la librería de tu barrio –¡apoyemos a las pequeñas librerías!– y búscale; hay que leer a Bolaño.
Además de Bolaño, he estado leyendo la poesía de Nguyen Duy estos días, un poeta vietnamita que encontré en versión bilingüe –en inglés y vietnamita, claro– en una librería de Hanói. Siempre que leo poesía traducida solo puedo pensar en cómo sonará en su idioma. Te dejo uno de los poemas del libro. Escúchalo en su original en voz del propio poeta aquí.

Sé que es un sacrilegio, traducir sobre lo traducido, pero mi nivel de vietnamita se reduce a xin chào –hola– y cảm ơn –gracias–, así que he aquí mi traducción de la traducción:
ĐÒ LÈN Cuando era niño pasé mis días pescando en el Arroyo Na o agarrado a la falda de mi abuela en el mercado de Binh Lam o atrapando gorriones de las orejas del gran Buddha o robando frutos de longan de la Pagoda Tran. Por la noche jugaba descalzo en el santuario Cay Thi me unía a la multitud en el festival del templo Song; los lirios blanco olían más dulces con el humo del incienso, el médium se balanceaba al ritmo de las viejas canciones. No pensaba sobre lo dura que era su vida entonces: cómo mi abuela buscaba a tientas gambas y cangrejos en los campos Quan, cómo se tambaleaba con aquellas cestas de alubias verdes sobre los hombros yendo a Ba Trai, Quan Chao, Dong Giao, en noches frías como el hielo. Vivía yo entre las orillas de lo conocido y lo incierto, entre mi abuela y los ángeles, entre buddhas y dioses. Recuerdo el año de la hambruna y el dong casi crudo, ¿olía entonces la fragancia del incienso y los lirios blancos? Pronto cayeron las primeras bombas. La casa de mi abuela por los aires, el templo Song por los aires, la pagoda por los aires, los dioses y los buddhas se fueron juntos, mi abuela vendía huevos en la estación de tren de Len. Me uní al ejército... viajé lejos de mi pueblo durante años, el viejo río con una orilla derrumbada, una orilla erigida. Encontré mi amor por mi abuela demasiado tarde, cuando un montículo de hierba era lo único restante. —Aldea de Madre, 9/1983 Traducción de Pablo de las Heras sobre la colección de poemas Distant Road: Selected poems of Nguyen Duy, traducido por Kevin Bowen y Nguyen Ba Chung
Por último, quería contarte de un ensayo que estoy leyendo, pero para eso cambiemos de tema, hablemos de fotografía.
Sobre fotografía:
El ensayo se llama La cámara lúcida de Roland Barthes. Llevo apenas unas cuantas páginas. Hasta el momento me parece muy interesante la interpretación que hace de cómo la cámara exige a quien espera ser fotografiado, cómo la presencia del objetivo sobre un individuo lo atrapa en un estado de alerta, de atención al sentirse observado, y modifica su comportamiento, y tan solo el clic del obturador libera a su presa de aquella condición. Claro que ese es solo un tipo de fotografía, y Barthes, en lo que llevo leído, lo juzga únicamente desde el lado del objeto consciente de ser fotografiado –este concepto, por cierto, juega mucho con ideas que desde hace un tiempo no dejan de rondarme: cómo la autoconsciencia rompe, digamos, la naturalidad, la capacidad de fluir; en este caso, no es la cámara la que genera ese estado de tensión o pretensión, es el hecho de ser consciente de la presencia de la cámara, de lo que quiere esa cámara del objeto a fotografiar, el ser consciente de nuestra actitud frente a ella, de quiénes somos, cómo somos, cómo actuamos; mucha presión para un momento que parecía trivial; de ahí que las mejores fotos para aquellos que no sabemos lidiar con esa presencia sean las robadas (expresión un poco fea), las tomadas al natural–. Bueno, pero me queda mucho por leer, y yo quería hablarte de otra cosa. Yo quería contarte que este libro me lo ha recomendado una amiga fotógrafa a la que pedí consejo sobre cómo acercarme al arte de la fotografía.
No soy bueno fotografiando, en absoluto. De hecho, he sentido un rechazo hacia el movimiento de fotografiar durante bastante tiempo, creo que a razón de su actual omnipresencia. Pero también siento una gran atracción por la fotografía como arte, por esa capacidad que tienen ciertos fotógrafos de mirar como parece que no mira nadie.
Así que hace algún tiempo empecé a husmear en el tema, y me compré una cámara compacta simplona, y desde entonces he estado intentando mejorar poco a poco mi manera de observar desde esa cuadrícula, sin demasiado éxito a mi manera de verlo, pero cada vez con más curiosidad.
Me decidí a escribir a mi amiga Laura, a la cual conozco desde antes que a su arte, cuya mirada me impresionó desde la primera fotografía que vi que había salido de sus ojos –puedes ver algunas aquí–. Le dije, Laura, soy un manta, quiero aprender a mirar con mis ojos para encontrar fotografías que me cautiven, o debí decir algo por el estilo que no sonase tan redicho. Y claro, ella me contestó que vaya preguntas le hacía, porque aprender sobre el aspecto técnico bien, sencillo de explicar, pero que cómo entrenar el ojo ya es otro mundo.
El primer consejo que me ofreció es que aprendiese a mirar la luz. Me dijo, debes adaptarte a ella, a ese fenómeno que no puedes controlar y manejarlo como bien puedas –aún no tengo ni idea de cómo hacerlo, no sé nada, pero ahora me fijo en ella, y digo, a ver, por dónde andas cayendo, qué quieres de mí–, y me dijo que ella se había dado cuenta de cómo mirarla no tanto con la fotografía sino con la pintura, un consejo que me agradó muchísimo, porque nunca he sabido acercarme a la pintura, y he ahí una bonita excusa. Me recomendó el libro de Barthes –me descubrió a Barthes, de hecho, que es un filósofo y escritor cuya obra ya me interesa más allá de su ensayo sobre fotografía– y alguno más, me recomendó también una serie de fotógrafos por sus miradas particulares:
Y me dijo que, como con todo, la magia de la fotografía está en lo que quieres contar con ella. Me dijo: vete a ver el amanecer y fíjate cómo cambia todo de un segundo al siguiente. Me dijo: no hagas una foto más a un monumento, mejor fíjate en las caras de la gente, fíjate en lo que expresan sus gestos. Fíjate en las sombras por la calle. Fíjate en los reflejos, en cómo un rayo de luz se proyecta al cruzar un cristal. Fíjate en cómo alguien lleva los mismos colores del cuadro que está mirando en el museo. Fíjate en lo que dicen las manos. Fíjate en cómo cambia un paisaje cuando surcan las nubes. Fíjate en el cine si quieres aprender de composición. Fíjate en la pintura si quieres aprender los efectos de la luz.
Vamos, que la fotografía, como me temía, es un arte de indagación, de exploración de lo concreto, de revelado de lo que se esconde a plena vista, es decir, es un arte que te hace estar presente y atento a la vida inmediata. Y digo me temía porque ahora estoy seguro de que también quiero ser fotógrafo, aunque no haga una sola fotografía en mi vida.
Añadió una cosa más, me dijo: no pienses que tienes que irte lejos para ver todo esto, es una cuestión de segundos en cada día.
A todo esto, mientras intercambiábamos mensajes, compartí con ella una frase que me crucé mientras leía una novela de un autor taiwanés (Wu Ming-Yi 吳明益) –puedes ver aquí la recomendación que hice de aquel libro en el blog de Hipergrafía–. Decía algo así como: la gran diferencia entre un poeta y un fotógrafo es que el poeta puede imaginar los sentimientos que nacen de una situación, puede empatizar y volcarlos en un poema sin haberlos vivido, pero el fotógrafo tiene que estar en el lugar, para hacer una fotografía necesitas estar, y si al hacer esa fotografía, de verdad estás presente, algo cambia en ti.
Me decía Laura que todo el arte nos cambia de alguna manera, sin que seamos conscientes.
Sobre Vietnam:
No sé si te conté o pudiste intuir por una de mis anteriores cartas que estuve en Vietnam. Tendría mucho que indagar y mucho que querría escribir para el poco tiempo que estuve allí –apenas seis días visitando Hanói y la provincia de Ninh Binh: una belleza de lugar–, pero la idea de profundizar en ello sin haber profundizado más en el país no me agrada, así que en mi mente ya se asoma la perspectiva de un futuro viaje de vuelta a esas montañas y esos campos de arroz. Quizás entonces escriba más al respecto. Por el momento, y para que entiendas un poco mejor por qué quiero volver y qué pude sentir allí, te dejo algunas fotos.
Y bueno, lo dejo ya porque se me está alargando de más esta carta. En la próxima ya hablaremos de más temas que me he dejado en el tintero. ¿Ves? Lo sabía, demasiado que contar.
¡Ay, sí! Perdón, se me olvidaba el pastor motero:
Hasta la próxima,
p.