No sé cuánta fantasía hay en mi mirada; mi mente rebosa. Si esa avispa asomada a una flor rosa y amarilla es la culpable de que por mi alma campen los sueños o debo culpar a las nubes. No, pero en serio, no recuerdo haber pensado sin soñar. No recuerdo un día en que la fantasía durmiese. Es decir: la fantasía es mi filtro o mis ojos; mi realidad está teñida de ideas, de alguna ilusión. Pienso que quizás sea cosa de los románticos de haberlos querido demasiado. Pero en ellos había una razón, un por qué perderse en la belleza del amor hasta la muerte o ahogarse en la naturaleza sin atener a su horror. ¿Qué nos ofrece lo romántico que lo racional no entiende?
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Y luego pienso que esas fantasías, aunque tantas veces dolorosas, nacen de un rincón de lo humano que anhela lo bello.
¿Y a cambio qué tenemos? ¿Cuáles son las fantasías que conviven con nuestra realidad, las que sí permitimos que la conquisten?
¿No es ignorar el dolor ajeno, la guerra, el sufrimiento ajeno, una manera de enloquecer en una irrealidad?
¿No convierte eso a nuestro mundo en la peor ficción? La fantasía más triste.