(Formentor, mayo de 1959) A Carlos Barral, amante de la estatua Predominaba un sentimiento de general jubilación. Abrazos, inesperadas preguntas de amistad y la salutación de algún maestro –borrosamente afín a su retrato en la Antología de Gerardo Diego– nos recibieron al entrar. Llegábamos, después de un viaje demasiado breve, de otro mundo quizá no más real pero sin duda menos pintoresco. Y algo de nuestro invierno, de sus preocupaciones y de sus precauciones, seguramente se notaba en nosotros aun cuando alcanzamos el fondo de la estancia, donde un hombre muy joven, de pie, nos esperaba silencioso junto a los grandes ventanales. Alguien nos presentó por nuestros nombres, mientras que dábamos las gracias. Y enseguida salimos al jardín. A la orilla del mar, entre geranios en el pequeño pabellón bajo los pinos las conversaciones empezaban. Sólo muy vagamente recuerdo lo que hablamos –la imprecisión de hablar, la sensación de hablar y oír hablar es lo que me ha quedado, sobre todo. Y las pausas pesadas como presentimientos, las imágenes sueltas del mar ensombreciéndose, pintado en la ventana, y de la agitación silenciosa de los pinos en el atardecer, captada unos instantes. Hasta que al fin las luces se encendieron. De noche, la terraza estaba aún tibia y era dulce dejarse junto al mar, con la luna y la música difuminando los jardines, el Hotel apagado en donde los famosos ya dormían. Quedábamos los jóvenes. No sé si la bebida sola nos exaltó, puede que el aire, la suavidad de la naturaleza que hacía más lejanas nuestras voces, menos reales, cuando rompimos a cantar. Fue entonces ese instante de la noche que se confunde casi con la vida. Alguien bajó a besar los labios de la estatua blanca, dentro en el mar, mientras que vacilábamos contra la madrugada. Y yo pedí, grité que por favor que no volviéramos nunca, nunca jamás a casa. Por supuesto, volvimos. Es invierno otra vez, y mis ideas sobre cualquier posible paraíso me parece que están bastante claras mientras escribo este poema pero, para qué no admitir que fui feliz, que a menudo me acuerdo? En estas otras noches de noviembre, negras de agua, cuando se oyen bocinas de barco, entre dos sueños, uno piensa en lo que queda de esos días: algo de luz y un poco de calor intermitente, como una brasa de antracita.
Discussion about this post
No posts