Estoy abierto
a tu acto de silencio.
Bajo las cataratas no se escucha la lluvia.
Por eso yo me siento en tu cama y respiro.
Él te mira sacudirte el sueño.
Te mira agitarte la muerte,
redimir tus pestañas, absorber la luz.
Y en lo que él mira yo observo el silencio.
El silencio en el que también estás tú.
Pero no quiero hablar de ti.
Es muy pronto. Nos da miedo.
Solo te digo que de tus alas nacen las cascadas.
Pero todo el ruido es mío. Todo el ruido es de él.
A él le gusta jugar con cuchillos.
Se los clava. O juega a malabares
para ver si le caen en la carne o le cortan la piel.
Él es un duende de la risa que se pierde en el sol.
Él y sus colmillos de plata que sonríen a la luna.
No tengo nada contra él.
No sé nada de él que sea nuevo desde hace algún tiempo.
Para lo nuevo estoy yo. O no.
Quizás lo nuevo no existe.
O lo nuevo solo es la conciencia del silencio,
mi amigo.
(Cuánto lo quiero, mi silencio bendito;
silencio-calor.)
Él te mira y se turba.
Como las olas arremeten contra la costa.
Las olas que le abrazan el pulso.
Las olas que le asoman a la garganta.
Y yo las miro desde el cielo
como mira una gaviota.
Aquí, sentado en tu cama y con los ojos del silencio
te miro quitarte el peso de la piel
y pienso en la primera vez en que escuché la música.
La primera vez en que sentí el sol calarme los huesos.
La primera vez en que el mar dejó atrás su frío
y me acogió en sus tripas, sangre del mundo.
Él tiembla, también.
Y la muerte ya no le lava los ojos.
Enero de 2025 - Madrid
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