Andaba yo peregrinando hace unos años, cuando conocí a un hombre que con una desbrozadora iba segando un enorme prado cargado de helechos y amapolas. Segaba sin descanso, por cuadrículas, de lado a lado, de un lado a otro lado. Andaba tranquilo, movía la máquina a un mismo ritmo pausado, pendulando. Me había sentado yo a descansar y lo miraba segar sin ningún reparo, como si no existiese otra cosa en este mundo, ni otro lugar. Fácil pude estar como tres horas mirando –quizás más–, comiendo un bocadillo, reposando, bajo la sombra de un nogal. Pasado ese tiempo no pude evitar acercarme a la porción de prado en que trabajaba.
–Buenos días buenas tardes buen señor –le interrumpí.
Él levantó la mirada y con calma paró la máquina. El silencio del valle me atravesó como una espada, lo recuerdo. Me sentí haber parado el tiempo.
–Buen día –me dijo, en tono quieto–, ¿qué se le ofrece a usted?
–¿No descansa usted de tanto y tanto segar?
Me miró sorprendido, dijo:
–¿Acaso no ve cuánto me queda por hacer?
Señaló con la mano en abanico al valle entero, a todo el lugar.
–Pero, ¿cómo piensa terminar todo esto? –pregunté asombrado.
–Es complicado –contestó–, cuando llego al final no termino, para entonces los helechos ya están crecidos y debo continuar por donde empecé.
No supe qué responder, solo lo miré pensativo. Él arrancó la máquina y siguió con su tarea. El valle se incendió con el sonido de la siega. Un hombre diligente, pensé, y continué por mi camino, andando, en mi peregrinación, echando de cuando en cuando la vista atrás.
Hace tiempo escribí ese texto. Hoy me ha venido al consciente.
Estaba en el retrete, ese lugar mágico donde los grandes pensamientos afloran, y no sé por dónde cabalgaría mi mente que me llevó hasta una comprensión: por un momento pude ver cómo trabaja el motor que maneja mis decisiones. O, mejor dicho, mi indecisión.
Pensé en el trabajo que hacemos desde niños, en cómo nos educamos para ir de un deber en otro deber. Siempre pensando en lo que tenemos que hacer, en qué debemos conseguir. Es un comportamiento útil, necesario. Es un proceder que nos vuelve más capaces, que nos hace independientes, no hay duda. El deber tiene su valor utilitarista: de algo hay que vivir. Pero creo que ese hábito de esfuerzo consciente permea, y termina tantas veces por convertirse en el engranaje principal de mi movimiento. De nuevo, la lucha entre el poeta y el ingeniero: ¿de qué sirve esa mirada en el gran esquema de mi vida? Tengo que hacer, debo conseguir, tengo que hacer, debo conseguir. Pensar así, para mí, se siente como una caída, una persecución, una carrera, una siega imposible que no refleja la verdad del valle y su belleza, que lo carga de ruido.
Por si poco fuera, de esa comprensión además nace un problema, que repercute con fuerza en mi percepción diaria, en mi realidad concreta. Comienzo a juzgar el deber del día y me pregunto, ¿por qué tantas veces chirría?, ¿para qué tanto que hacer? Quizás no debería ser así, quizás… Y lo que consigo, con ese sentimiento enrarecido, es que ni siquiera aquello que quiero hacer termine hecho.
Tantas veces mi mente funciona como un constructor del deber, siempre generando uno al frente –piensa en aquella imagen del burro tras la zanahoria colgada ante él–. Y hasta las cosas que amo, las que no deben, la que no tienen que, acaban por entrar también en esa persecución aunque no lo desee, aunque no me percate. Así es como se ha forjado mi cerebro con la costumbre y el tiempo. Otra cosa más que desmontar. Estamos trabajando en ello.
Necesito el hábito del deber por su utilidad, profundizar en él para su disfrute; y después, dejar de pensar, en qué debo hacer, en cómo, en para cuándo. Para así poder mirar más, y sentir mejor, y respirar libre. Y trabajar de verdad en el único deber que me exige el mundo.
Qué de jaulas, por Tutatis. Cuántas presas por tirar.
Hasta la próxima,
p.
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Post scriptum. Te pido disculpas por este texto demasiado denso; demasiado específico. Demasiado directo también, para mi gusto. El proceso por el que se suelen desarrollar estos pensamientos tiende a ser: llegan a mi mente, permanecen un tiempo, empiezan a sedimentarse, si hay suerte queda algo de ellos en el inconsciente, y tras otro tiempo se me permite tirar de este para mostrar algo de aquellos de forma sutil en algún escrito, en una conversación o creación. Es en esa última fase cuando se puede hacer algo bello con ello, creo yo. Hoy no me apetecía esperar.
El deber se puede ver como la excusa que justifica las acciones por realizar que no nos motivan, me pregunto?
Pero puede tener un carácter temporal. Me gusta ver que en ocasiones es el eslabón de la cadena que une tramos de motivación y deseo.
Aplicado por ejemplo, a los hijos, la familia o incluso el círculo social y los hobbies. Aceptando que nuestra implicación no puede ser siempre del 100%, cuando está por debajo, no es el deber una excelente excusa para poner el porcentaje restante?
O puede que sea otro sentimiento.