–¿Viajas para revivir tu pasado? –era en ese momento la pregunta del Kan, que podía también formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de Marco:
–El otro lado es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.—Las ciudades invisibles, Italo Calvino
Taichung (臺中市) es un recuerdo que sigue vivo. Sus rascacielos modernos, sus callejuelas sin aceras, sus bulevares, sus fachadas de baldosines sucios. Todo carga recuerdos. Sus metales brillantes, sus cables vistos y sus enjambres de scooters. Sus cajas de aire acondicionado. Sus azoteas elevadas, miradores al atardecer y a una ciudad que se enciende, siempre con una cerveza. Sus parques tan vivos: ancianos haciendo taichí (太極拳), partidas de mahjong (麻將), niños corriendo entre los columpios coloridos. Su olor. Cargado, caldoso, fuerte, que empapa la base del olfato. Un olor difícil de describir, como todos. Olor a Taiwán 臺灣.
Las ciudades también crecen, también pasa el tiempo por ellas. Y a veces volver a visitarlas es como reencontrarse con una vieja amiga. Buscas en sus gestos, en sus rincones, aquello que conociste. Has cambiado tanto, piensas. No has cambiado nada, le dices. Y ambas cosas son ciertas. Su sonrisa –su skyline– es la misma, la recuerdas. Su mirada –su movimiento, sus gentes– ha cambiado, e intuyes en ella los brillos de tu amiga, y también sientes todo lo que te has perdido estando tan lejos. Pero está bien, porque ahora estás ahí, frente a ella, y el tiempo no ha pasado entre vosotros, por mucho que os haya cambiado.
Taichung es un oasis. Con su sol sofocante ya a finales de marzo.
Aquí empezó todo para nosotros. La independencia. La libertad. La distancia. El miedo que siempre se traducía en esperanza. Miedo ante lo posible y lo inabarcable. Héroes de la inocencia, del riesgo ingenuo. Taichung fue un oasis donde nos encontrábamos cuando el camino se volvía extraño y no lo entendíamos. Un lugar en el que esconderse para recordar que el miedo nos pertenece. Nosotros no pertenecemos al miedo.
Pero Taichung ha crecido, como nosotros, y ahora nos mira con otros ojos, con más fuerza, con más severidad. Con el mismo cariño, pero con más orgullo, como una madre que debe preocuparse por los que vienen, por los pequeños que aún necesitan de su cobijo, que ya confía en los hijos grandes que crió. Taichung nos recibe como antes, pero ya no buscamos en ella lo mismo.
Mirando a Taichung con estos ojos me pregunto: ¿llega un momento en que dejamos de crear nuevos días para solo vivir de la nostalgia? ¿Cada vez cobra más fuerza la memoria y se mira a lo presente como recuerdos de lo pasado? ¿O se alcanza un equilibrio entre cuánto se vive y cuánto se añora? No sé. Dejo estas preguntas por si alguien quiere compartir su impresión.
Quizás se vuelve un esfuerzo, como tantas otras cosas que parecían sencillas. Y entonces los días requieren de nosotros para volver a chillar. Porque la vida no debe frenarse en un momento concreto antes de su final. La creación no debe pararse solo porque ya no se sienta todo con la misma inocencia, con la misma novedad. Lo nuevo sigue existiendo, lo excitante persiste aún en lo conocido. Está todo en los ojos, se suele decir, ¿no es así? Y también está lo otro: el amor por lo que hemos aprendido, por lo que hemos desarrollado, por lo que sabemos, también emociona. Lo desconocido es un impulso, y lo que conocemos puede transformarse en pasión.
Buscar, aún con la mirada gastada, la magia de lo conocido, es emocionante.
Dejarse llevar por lo nuevo en unos ojos que ya han visto tanto.
Así que sí, Taichung es un oasis, lo seguirá siendo. Es recuerdo y estímulo. Taichung es tanta vida desconocida. Como el resto de lugares del mundo. Y el mundo siempre te deja alguna opción para ser libre. Sea con los ojos.
Hasta la próxima,
p.
Alimentar la nostalgia volviendo a lugares importantes en nuestra vida.