Hoy he conocido a Hteh.
Hteh trabaja en una cafetería de Koh Tao.
No siempre es él quien prepara mi americano con hielo. A veces lo prepara la chica de cara redonda y coloretes. Es muy guapa. Es algo apática. No sé su nombre.
Hteh es de Myanmar. Creo que ella también. No así el jefe. El jefe, que no siempre está en el café cuando llego, que es un chico joven, no tan joven como ella, pero más joven que Hteh, un treintañero musculoso, que hoy le comentaba a otro cliente que se ha lesionado el hombro cargando treinta kilos en el gimnasio y que por eso no duerme bien, porque le duele mucho, que ni siquiera se puede reír con las bromas de sus clientes de tanto que le duele, y que pone ojos de circunstancia al girar el molinillo para moler el grano, asumo que por ese mismo dolor, el jefe es Thai.
Hteh lleva unos seis meses trabajando en la cafetería, me ha dicho. Aunque la última vez que estuve en Koh Tao, el julio pasado, él ya trabajaba aquí. Entonces no sabía su nombre.
Hteh siempre atiende con una sonrisa, y hace carantoñas a los niños, y es cálido en sus palabras, aunque su inglés sea difícil de comprender. Siempre desea buenos días, siempre pregunta cómo va la mañana, y siempre espera para escuchar la respuesta. Disfruta de entablar conversación, aún si breve.
Cuando la clientela está atendida, Hteh suele recostarse en un banco de hormigón pintado de blanco, bajo la sombra de un gran árbol –no sé cuál, para mi vergüenza–, a mirar las motos fluir en el cruce frente a la cafetería. A veces saluda a algún motorista que le saluda de vuelta. Alguno se para e intercambian unas palabras.
Hteh tiene unos ojos que ya había visto antes. Sobre todo cuando se sienta bajo el árbol. Sobre todo cuando te mira a los ojos.
Hoy Hteh me ha contado que él también escribe. Historias cortas.
Me ha contado que, ahora, su madre pasa sus días sentada en meditación, allí, en Myanmar. Y que todos los meses él ahorra mil baht para mandárselos.
Hteh tiene un gran lunar sobre el labio.
Hteh lleva bigote, ralo, poco denso. Tiene el pelo negro, y ni una cana asoma en su cabeza.
Cuando me ha contado por qué escribe, Hteh ha hecho un gesto con sus manos de dedos fuertes, gruesos, largos, como si se arrancase el corazón y lo sacase hacia fuera, hacia un papel invisible. Al hacer ese gesto me ha dicho algo en birmano, o en thai, y ha mirado por la ventana, con aquellos ojos.
Hteh me ha pedido que le escriba mi nombre en un cartón y se ha quedado mirándolo. Lo ha pronunciado varias veces, de varias formas, y ha repetido la que más le encajaba.
Hteh me ha escrito su nombre en el mismo cartón. En alfabeto birmano primero –me encantaría poderlo transcribir pero no puedo ni pretender recordarlo–, en latino, después.
Hteh
Hteh me ha contado que la gente ya no vive en Myanmar. Antes la gente era feliz, me ha dicho, antes iban los turistas, antes era un país precioso. Me ha dicho que en su pueblo solo quedan doscientas casas de las mil que había, por el fuego. Me ha dicho que ahora todo el mundo tiene armas en Myanmar. Armas rusas, y chinas. Armas americanas y europeas. Me ha dicho que antes había democracia allí. Eso es lo primero que queremos en Myanmar, ha dicho, democracia. Dice que ahora la gente vive para comer. Y que se pasan el día mirando la televisión, o el móvil. Que ya no miran, que ya no hacen, ha dicho. Solo para comer. Comer es importante. Eso ha dicho Hteh.
Hteh dice que escribe por Myanmar, cuando lo necesita, cuando le duele.
Ha parado nuestra conversación y se ha acercado a atender a unos clientes, una pareja de rusos o argentinos o canadienses con un bebé. Dos cafés con leche y una cookie.
Cuando ha vuelto, Hteh me ha hablado sobre la guerra. Me ha dicho que ya son tres años, en Myanmar. Que cuarenta mil birmanos han muerto. Muchísimos refugiados. En Malasia, en Bangladesh, en Tailandia. Se ha agarrado el corazón con los dedos y se lo ha sacado fuera. Luego se ha ido a limpiar una mesa.
Hteh ahora está sentado en el banco bajo el árbol, mirando al cruce.
Esta me ha gustado