Efectivamente, es como una telaraña.
Cuando observas a través de la ventanilla del coche y te encuentras con un paisaje corredizo. Los prados de Castilla valen. Toda esa sequedad llana, ahora verde. Todas esas espigas o girasoles o vides apagadas; todas esas colinas sin fondo que frenan la velocidad de tu mirada.
Cuando el cielo anuncia con lloverte y lo primero que piensas es en salir corriendo, y no en abrazarte con la lluvia.
Cuando ella te da un beso y tú le dices que se olvide, que no es tu intención cortarle el rollo pero que estabais hablando de los árboles, del lenguaje y la palabra; que son lo mismo, le dices, las hojas y las ramas, las letras y las frases. Imagínate tu enredo.
Cuando no sabes mirarte frente al espejo, en el ascensor, y arrastras tu mirada hacia el suelo, a tus zapatillas viejas –ahí tienes un agujero–; o cuando te miras tan bien frente a ese mismo espejo, hasta que el ascensor se pierde, como un fondo sucio.
Cuando al escuchar música, en un concierto, en los cascos que te tapan del mundo, en unos altavoces que saquean el silencio. Incluso ahí, sigues enredado. Cuando acabe el canto y acabe el baile.
Y la pregunta es: ¿es todo lo que tienes telaraña?
¿Eres araña, o de qué tanta tela?
Claro que no vas a encontrar respuesta. Te vale más pensar lo que quieras. Que el mundo son moscas; o que es fuego; que es agua que se concentra en pequeñas gotas que te reflejan el cielo y, si tienes suerte, un poco de mar, un poco de verde, un otoño, una primavera.
Imagínate tu enredo si otros ojos te saben a poco. Imagínate, si la naturaleza te molesta.
Efectivamente, es como una telaraña. Igual de pegajoso.
Ahora bien, siempre te queda la opción del silencio.
Te pongo en contexto: una noche cualquiera, las cuatro de la madrugada, no has dormido porque escribías, o por insomnio, o por miedo a la muerte; quizás todas las razones sean la misma. El caso es que decides sacar a la perra, por aquello de despistarte un rato, de darte un aire, y la pobre perra que se vuelve tu pretexto: le desmigajas el sueño y ella, obediente, bostezando, se echa el collar al cuello. Camináis en la noche. Ella mea, ella caga; ya que la usan que le sirva de algo. Y tú, bolsa en mano, recoges la mierda: está blanda, caliente, huele feo. Cierras la bolsa con prisa, y es ahí, de repente, tras tirar con estrépito la bolsita a un cubo, cuando te golpea el silencio. Qué callada está la noche, sientes. Y escuchas un búho. Y escuchas el viento entre las ramas de los pinos, enredaderas, hierbajos y arbustos. Escuchas el tintineo de la chapa de la perra mientras ella olisquea un pis reseco en un muro. También escuchas lo otro, la ausencia de los sonidos que siempre están. No se oye ni un coche, ni a un solo humano. El silencio te asusta. Porque de pronto piensas que habías olvidado que existía. El silencio así, virgen, refrescándote la piel, preñándote los ojos. Te da miedo lo que está al otro lado del silencio, cuando vuelvan los ruidos. Ese olvido es lo que temes. Escuchas el vacío de la calle, el vacío sobre las aceras, el vacío en el descampado donde crecen las hierbas. Suenan las vallas de metal por el viento. Y la correa de la perra en movimiento. Y tus propias pisadas. Alzas la vista, como a ti te gusta, al cielo, entre las nubes mismas, en busca de la luna. Pero no te hace falta ella, ni las estrellas, que están tapadas. Te sientas en un banco con la mirada calada en la perra. Camina suelta, olisquea, le mete boca a una o dos hierbas alargadas y se gira cuando se aburre, vuelve a tu vera. Le acaricias el lomo, la cabeza, las orejas. Ahí están sus ojos, como lunas oscuras, te miran y buscan, y tú intuyes y sientes que esa criatura con su propio corazón, sus propios pulmones, su propio hígado, bazo, riñones y huesos, lo que tiene detrás de sus ojos ancianos es un deseo. No sabes si de comida, de caricias, de que termine el paseo. Pero lo sientes. Sientes entonces tu telaraña; vuelven los ruidos. Levantas el culo y caminas tranquilo, de vuelta a casa.
Pasarán los días. Quizás reflexiones. Quizás sientas que esperar al silencio hasta que vuelva te parece un suicidio.
Y sí, dicen que el silencio forzado no es silencio; pero qué hacerle.
Tenemos que salir en su busca para que el silencio nos encuentre.