Una mañana el sol se levantó en su pecho. Como un agosto terrible le quemaba. Como un mediodía de playa sin una sola nube. Izora quiso vivir con aquello pero no pudo. Una bruja le dijo que el sol nunca se oculta, le dijo: somos nosotros los que nos ocultamos, querida. Izora quería entender, pero no le quedaba ningún dinero para más preguntas. La bruja le dijo antes de marcharse: no temas, amiga, si hay una cosa segura en esta vida es que el sol no se va a ningún sitio. Eso la dejó más preocupada.
Izora conoció a Camila en la escuela en que trabajaban como profesoras de inglés. Llevaban tiempo juntas cuando Izora sintió aquel sol de su pecho. Camila le dijo que estaría preocupada por algo. Que el colegio las tenía muy estresadas. Que tenía que decirles ya a sus padres lo de la boda. Izora sabía todo aquello. No sabía si eso había encendido el sol, pero quizás contribuía a que quemase tanto.
Voy a ir a ver a un médico, le dijo a Camila.
El médico le dijo que se tomase unas pastillas. Le dijo, eso es ansiedad.
Te lo dije, le dijo Camila.
Izora aceptó que así debía de ser. Pero el sol no se fue a ningún sitio. Aunque Izora hizo durante meses por obviar sus rayos, por ocultarlo, aunque quemase. Hizo por pensar en la noche, en las noches frescas de verano en el pueblo de su madre, frente al mar.
Volvió a ver a la bruja, con más dinero que la última vez.
Ayúdame, por favor, no sé qué hacer para que no queme.
¿Hacia dónde lo sientes?, le dijo la bruja. ¿Cómo se mueve?
Izora no creía que se moviese a ningún sitio.
El sol dirige desde la plena quietud, dijo la bruja.
Izora creyó sentir el tirón de fuego entonces, o pasadas noches desde que visitó a aquella mujer. Creo que ya lo entiendo, le dijo a Camila.
¿Qué es, amor?
Es la distancia.
¿Qué quieres decir?
Tomaron un avión al mes siguiente a la costa mediterránea que la había visto nacer. ¿Cuándo vais a volver?, le preguntaron sus padres. No lo sé, mamá. Ya veremos.
Cuando volvieron de aquel viaje a Taipei, en la ciudad seguía lloviendo. Siempre llueve en Taipei. Siempre es verde. Si volviésemos a Europa, ¿a dónde iríamos?, preguntó Camila una noche después del sexo, mirando al techo, sudadas y desnudas. Izora se giró y la abrazó. Y sintió el sol rompiendo sus costillas, abrasándole la piel, estirándose para alcanzar a Camila. Izora mordió su dolor y se quedó dormida.
Soñó con la lluvia de Taipei, fina como el aire y torrencial, una lluvia que ahogaba la ciudad y la cubría por encima de sus tejados y antenas, de sus grúas y montañas, que solo dejó la cúspide del 101 flotando como un pequeño velero sin vela, a la deriva. Era junio de algún año cuando despertó, en Europa, en España, en la costa mediterránea que la había visto nacer. Pensó en Camila como quien sueña, y recordó su melena caoba de olor a jazmín. Por la ventana entraba el aroma de los jazmines floreciendo acompañado del viento. El sol le ardía en el pecho. Izora se levantó a hacerse un café.