A veces me siento a leer lo que he escrito y todo lo que veo son fantasmas. Quizás no fantasmas sino sombras. Restos por aquí y por allá, migajas de pensamientos que tantas veces ni fueron míos. No sé de dónde me nace lo que pienso. No sé a quién se lo he robado, ni por qué aparece entre una palabra y otra de pronto cuando empiezo a unirlas entre ellas. Mucho de lo que leo es como el eco en una cueva. Y todo lo que estas palabras e ideas dibujan no parece tener nada que ver con quien soy. Leo pensando en quién ha escrito eso. Si he sido yo.
Las ideas son pegajosas, ya lo he dicho. Como una masa de harina de fuerza y cien por cien de agua. Si no estás atento se te esparce por toda la encimera y no hay dios que la despegue sin hacer un estropicio.
Y por aquí me ronda la idea que viene desde un tiempo conmigo, que no puedo quitarme de encima. Se me ha esparcido por toda la mente, por todos los rincones de la mente, por todas sus neuronas y recuerdos y silencios y palabras. En todas partes la veo. No sé librarme de ella, así que no lo hago; la escribo. Otra vez.
Estaba escribiendo un relato a lo Colinas como elefantes blancos, con todas sus sutilezas y su fondo escondido entre líneas. Hablaba de un señor sin nombre que se enamoró cuando era joven de un tal Manuel, un chico suave con gafitas de botón. Esa frase es lo que más me gusta del relato; la escribo aquí para no perderla. Quería hablar de la soledad de aquel hombre. De cómo el desamor se condensa en el orgullo, y cómo esa identidad herida se agria y se agrieta y puede supurar como misantropía, apatía, separación. Esa perniciosa sensación de separación. De distancia. Individualidad. Singularidad. Excepcionalidad: hasta aquí llega la idea pretendiendo curarse.
Son la misma idea la de aquel relato y la de este. Allí la idea se esconde, simplemente, pegada en el fondo de aquellas personas que no existen.
Sabes cuál es esa idea. Ya la he escrito otras veces. No la voy a dejar al misterio. No es este el texto que deja lo grueso bajo el agua. Ese es el otro, el que no me ha servido. Aquí no hay iceberg.
Hablo del yo, claro. La idea por debajo de todas las ideas. La primera. La que inicia la abstracción. La idea que nos hace a cada uno y que nos separa. La idea única, sería un nombre apropiado. Y a través de ella el mundo.
Me gusta preguntarme cómo se puede ver la vida si no es a través de nuestros ojos; cómo mirarla sin el filtro de la idea única. Cómo abrirme al mundo y deshojarme.
El yo es esa idea pegada en cada rincón de nosotros: ya no podemos levantarla sin armar un estropicio.
¿Podemos mirar sin ella? ¿Qué nos regalaría el conseguirlo?
A veces pienso que lo que ocurre es que la idea se nos ha empañado frente a la mirada. Que quizás en algún lugar, en otro tiempo, allá cuando nació el humano, el yo fue la idea revolucionaria que lo liberó de algunas de sus ataduras. Quizá no, quizá fue lo opuesto. Quién sabe. Pero el yo es lo que tenemos. Lo único que vemos es ese yo sin su raíz. Creo que la idea se nos ha empañado frente a los ojos y ya no vemos a través de ella.
Yo quiero que yo sea mi herramienta y no mi fuente.
Yo quiero un yo que me deje mirar a cada golondrina.
Yo quiero; yo siempre.
Yo.
Y cuanto más lo escribo más se difumina.
*Foto del post: Portada del single Hymno del grupo Awaré