Ya sé cuál es mi problema. Mi problema es que no me atrevo a mirar al vacío.
La primera vez que intuí su sombra yo era pequeña. Mi hermana mayor murió cuando yo tenía ocho años. Ella tenía once. No importa cómo fue. Me acuerdo que mi abuela me dijo que Dios la quería mucho y que por eso se la había llevado consigo. Porque la necesitaba junto a él. Debí de pensar que Dios era un cabrón caprichoso. Como mínimo. Recuerdo desde entonces entrar con miedo a las iglesias. Evitaba mirar a los ojos de la estatua de Jesús, como quien evita la mirada de un matón de barrio al cruzar la calle, lo mejor era no llamar su atención, cruzarse de acera no vaya a ser. Fui durante unos años más a misa, los domingos que pasaba con mis abuelos. Hice la comunión como quisieron mis padres. Ahí se acabó mi historia con aquel grupo.
Cómo es la vida… Ahora sólo puedo pensar que en verdad esa gente de la que tanto quise huir lo único que busca es evitar confrontar ese mismo problema. Mi problema.
Yo no he levantado templos, pero sí creé mis propias construcciones para no afrontarlo. Durante muchos años, pasada la comunión, pasada la religión, hablaba con mi hermana antes de irme a dormir. Al principio rezaba por ella, como me había enseñado mi abuela. Pasé a hablar con ella directamente, me cargué al intermediario. Con el tiempo se convirtió en algo así como una conversación. No porque mi hermana me respondiese, al menos yo nunca oí palabra por su parte, pero sí que llegaba a sentir que había un algo escuchándome, un algo que asentía y me invitaba a seguir hablando, que solía responderme con ideas nuevas a los problemas que le planteaba. Más tarde, durante la universidad, con las borracheras y los ligues de noche, empecé a romper mi hábito de hablar con ella. Cuando me eché novio lo olvidé por completo. Pero de vez en cuando, alguna noche extraña, la recordaba y volvíamos a hablar. Ya no era mi hermana la que murió cuando yo era niña, puede que nunca lo hubiese sido; era mi confidente, mi apoyo. Ella era como un diario polvoriento que guardas en un cajón y descubres cada tiempo, por una cosa o la otra, y en el que decides escribir una nueva página antes de olvidarlo otra vez.
Aún hablamos, algunas veces. Siento que ahora me escucha menos que antes.
Creo que ella, mi hermana, mi confidente, fue mi manera de esquivarle la mirada al vacío esa primera vez que se presentó.
Nos hemos encontrado más veces desde entonces, pero siempre evito su profundidad.
Es por el vértigo.
Siempre que he ido de excursión al cráter de un volcán me he llenado de esa misma sensación. En el Vesubio, en el Taal, en un mirador de Sete Cidades, no me he asomado a ninguno. Veo las barreras del cráter levantadas alrededor de este, sus montañas arenosas y pálidas, o humeantes, o frondosamente verdes, pero no quiero mirar al ojo, como si este fuese a lanzarme un escupitajo de lava, como si fuese a hacerme caer por el desfiladero para absorberme.
Siempre la misma sensación. El miedo a caer.
¿Es miedo a caer?
Quizás es el miedo a querer caer.
Ha habido otros momentos importantes en mi vida en que se ha presentado con fuerza. En momentos dolorosos, en momentos difíciles que me han obligado a parar, a contemplar. Pero desde hace tiempo viene a verme de otra manera. Como si hubiese aprendido, como si entendiese que no puede encontrarme de frente. Ha empezado a acercarse a mí por la espalda. Y de pronto lo siento abrazándome en momentos de plenitud, como en una cena con amigos, o mirando a las nubes avanzar en una mañana soleada tumbada en el césped.
No quiere que mire a su cráter. Quiere que tenga los ojos del cráter.
Pienso mucho en mis abuelos ahora. Pienso mucho en dios. Pienso si es su intención atemorizarnos. Por aquello de que así estaremos más unidos. Por aquello de que la noche siempre es más oscura cuando estás sola.
Se dice que hasta los nueve años no somos capaces de entender la muerte, su condición irreversible.
¿A qué edad entendemos el vacío?
Hermoso relato