Sacramento
Bebía café de su taza gastada de Sacramento.
La taza tenía un dibujo de varios paracaidistas cayendo sobre un prado verde. Miré al dibujo para evitar mirarle a él. No lograba encontrar las palabras que abriesen la conversación. No había ido hasta allí para que me contase cómo le iban las cosas. Así que no se lo pregunté. Ni esa mañana ni las anteriores.
Me había enseñado la casa. Me había mostrado cómo moverme por ella para que no necesitase de su ayuda. Me indicó dónde estaba el supermercado más cercano, dónde había una gasolinera por si quería marcharme; poco más.
Desde entonces es como si esperase de mí alguna pregunta. Él sabe a lo que he venido, pero no va a conceder ni un sonido por su boca que no me merezca.
Los patrones de los paracaídas, rayados y coloridos, las nubes entre ellos, y las montañas a lo lejos, asomando entre las colinas verdes.
–No vas a ir, ¿verdad? –pregunté.
–Verdad.
–¿Por qué?
Levantó su mirada del libro que estaba leyendo y bajó la mano que mantenía su taza de café en alto.
–Porque no quiero.
–Papá…
Un arrullo interno amenazaba con hacerse torrente, respiré para mantenerlo bajo control.
–Por favor…
–No –volvió con su mirada al libro, la taza de Sacramento hacia sus labios.
No sé si hubo un momento en que se volvió así; para mí lo ha sido toda la vida.
–Papá…
–Dime.
Fui a decir algo pero el arrullo se interpuso.
–¿Por qué lo haces todo tan difícil?
–No hay nada difícil en lo que hago, hijo. Estoy aquí, leyendo, bebiendo café.
Suspiré.
–¿No tienes miedo a quedarte completamente solo?
Levantó la mirada del libro, lo cerró despacio, sin emitir un sonido, y lo dejó, junto con la taza, en la mesilla frente a su butacón.
–Dime, ¿qué quieres? –preguntó.
Siempre he odiado cómo evita las preguntas.
–Quiero entender qué te hace vivir así –dije.
–Así cómo.
–Así. Desconectado de la realidad. Siempre solo, con tus libros.
–Y mi café.
Chisté, molesto.
–No me hables de la realidad, anda –dijo.
–No se puede hablar contigo de nada.
–Tienes razón.
–¿Y te parece bien? –contuve mi tono.
–No tengo parecer.
–Estás deprimido, eso es lo que te pasa. Tienes que salir. Hay estudios que afirman que no salir de casa, no relacionarse con el exterior, con la gente, físicamente, deteriora la percepción objetiva. Literalmente, te hace temer el mundo, odiar el mundo, a las personas.
–No te preocupes por eso. Ya lo odiaba antes de encerrarme.
–Deja de hacerte el gracioso.
–¿Cómo puedo estar deprimido si aún mantengo el humor? Tu teoría hace aguas.
Suspiré y miré al techo. Había una humedad amarillenta en una de las esquinas en la que no me había fijado.
–Tienen que arreglarte eso.
Giró la cabeza y asintió al ver la humedad.
–Quiero ayudarte, papá. Eso es lo que quiero decir.
–¿Con qué?
–No sé, con lo que necesites, con tu vida. Quiero verte más. Quiero que dejes de ir de un lado para otro. No sé cómo puedes vivir así, de una casa a otra, de una ciudad a otra.
Asintió.
–Dime –dijo–, ¿te has preguntado alguna vez cómo te sentirías si yo estuviese muerto? ¿O si no me hubieses conocido nunca? ¿Cómo crees que serías?
–No, papá, no me lo he preguntado.
–Quizás deberías hacerlo.
–¿Para qué?
–No lo sé… Yo lo hice con mi padre. Me pregunté cuánto de lo que yo era había sido una respuesta a quien era él.
Sus ojos se perdieron en el suelo, en los patrones de la alfombra.
–Vives en tu cabeza.
–Como todos, hijo.
–No. Piensas demasiado, analizas demasiado.
–Eso tiene que ser cierto.
Hablar con él es un ejercicio de resistencia, una carrera de fondo que nunca he conseguido terminar.
–Claro que soy como soy por cómo eres tú –le dije, recriminándoselo–. ¿Qué otra manera tendría de ser?
–Sí. Cierto. Pero mira a tu hermana. Sois muy distintos. Es curioso.
–Ella te idealiza.
–Pues no debería.
–Eso le digo yo, pero no puede remediarlo. Es tu culpa.
–¿Cómo es culpa mía? No intentéis culparme por todo lo que sois. Ya tenéis una edad para responsabilizaros de vosotros mismos.
–Es por tu… –sentí cómo se me arrugaban el gesto y la mirada–, tus formas. Tu manera de vivir. Tus ideas, tu actitud, tus palabras. ¿Es que no te escuchas? ¿Es que no ves cómo te comportas? ¿Es que no te das cuenta de que actúas como si vivieses en una película? Eres como un personaje, te encanta mostrar solo uno de tus perfiles, te encanta que te vean así.
–¿Cómo es así?
–¡Yo qué sé! Con ese… aura. Como si fueses un hombre torturado, como un poeta maldito, como el jodido Schopenhauer. Que le jodan a Schopenhauer.
–Esa boca.
–Sabes lo que digo.
–Sé lo que dices. Lo entiendo. Te diré que no es deliberado, pero lo entiendo.
–Pues eso.
Nos quedamos en silencio. Hacía calor en la habitación. El sol entraba entre las cortinas gruesas y recalentaba el suelo.
–Estoy cansado, papá. De tener que estar pensando en ti. En lo que eres.
–¿Y por qué lo haces? ¿Por qué piensas en mí?
–Porque no puedo no hacerlo. Porque, como tú has dicho, soy una respuesta a tu pregunta. Y siento que si no resuelvo tu pregunta nunca podré hacer la mía.
–Joder. Eso es bueno, hijo. Eso es bueno.
–Pues escríbelo.
–No hace falta. Lo bueno no se va a ningún sitio.
–¿Ves lo que digo? Esta actitud… Eres como un buscador de oro, estás siempre atento a ver si ves alguna pepita brillar. Usas al mundo para tu propia búsqueda, para enriquecerte. Como si esto fuese un juego. Como si te estuviesen ocultando algo. Como si te estuviesen engañando.
–Es verdad, hijo. Tienes razón.
Tomó la taza de Sacramento y apuró el café que había en ella. Los paracaidistas parecían precipitarse lejos del suelo hasta que les devolvieron a la horizontal: miraban otra vez dónde aterrizar en la hierba.
Me miró a los ojos, con sus ojos brillosos.
–Hijo. A veces siento que vas a desaparecer, y que nunca más volveré a verte.
–¿Por qué piensas eso?
–No lo sé. Pero lo hago.
Se levantó de la butaca y se dirigió hacia la puerta de la casa.
–Voy al super, falta papel higiénico. ¿Quieres algo?
–Trae un paquete de arroz.
Asintió con una leve sonrisa. Sonaron las llaves, sonó la puerta con un golpe metálico, de enrejado.
Miré a mi alrededor. No me gustaba estar en una casa que no conocía.