La gravilla del camino resonaba bajo sus pies como una bienvenida. Entre la maleza podía escuchar los grillos. Un pájaro ululaba. La brisa agitaba las hojas de los árboles y la hierba. Y la hierba de arroz era una manta oscura en la tenue luz de la luna cubierta de nubes.
Comenzaba a asomarse la luna cuando llegó hasta la orilla del río; se sentó en el parterre en pendiente que caía hacia este, junto a la roca con forma de tortuga. El río sonaba tranquilo. Le pareció que esa imagen, el agua corriendo en su estrechez, los reflejos de luna resplandeciendo entre parches de movimiento oscuro, era la misma imagen que había guardado consigo. Como si la estuviera recordando con todo su cuerpo.
–No nos acordaremos de esto en unos meses –había dicho entonces.
La vida se les abría como las flores, en aquella década; dejarían sus casas por las ciudades en primavera.
–¿No te da pena?
–Sí; claro –había respondido.
–No lo parece.
–Bueno… es que son muchas cosas. En verdad no sé cómo me siento.
–Sí. No te da pena; pero crees que tienes que sentir pena.
Junto al movimiento del agua en el río, junto al aroma de la vegetación danzando con la brisa, esa frase flotaba o volaba en su recuerdo como un petirrojo.
¿Qué siento?
Y tantas veces el petirrojo se le posaba en el pecho y le cantaba sus sílabas. Esto que siento no es mío, pensaba. Esto que siento sí lo es.
Siguió con su mirada la caída del río, sus ojos unidos a la velocidad de las aguas mansas, la brisa acariciándole la piel. A lo lejos, intuyó una garza bebiendo entre juncos.
Todo esto no va de nosotros, pensó.
Había vuelto al pueblo porque la ciudad ardía. Las calles estallaban de gente furiosa. Gente odiando a otra gente. Gente indignada. Gente frustrada. Gente iracunda. La ciudad temblaba como si tuviera fiebre. La ciudad luchaba contra sí misma.
Creía que, sentado frente a la orilla del río de su infancia, junto a la roca con forma de tortuga, los recuerdos de la vida pasada ayudarían al petirrojo a cantar con más fuerza.
Esto que siento, ¿es mío?, ¿o no lo es?
Sentía pena. Sentía indignación y frustración. Y la ira se le agolpaba en el pecho abrazada con el odio. Sentía que le quería salir por la garganta, que le quería poseer los brazos, y las piernas, los músculos en la cara. Sentía las emociones queriendo estallar para liberar sus plumas.
–No sé lo que siento –le dijo al río.
El río le respondió con su viejo susurro.