Lo que se escucha es música. Pop. Antes nostalgia española. Conversaciones sobre el fondo. Palabras irreconocibles hundidas en un río de sonido. Un grupo de cuatro empleados comiendo suena a rutina, pintada con humor. Unos niños frente a su madre suenan a molestia, expectación, ilusión. Arrastran las palabras, las elevan, chillan, las sacuden. Hacen cabriolas con ellas como un río juega a rápidos con su agua. La conversación entre cuatro alza su volumen. Suena a competición. Lo que se huele es un rastro de café, a veces; un rastro de sudor, de habitación fría. Lo que se ven son colores chillones. Pero lo que se escucha es la música. Los pies entrando y saliendo. Platos, cubiertos, máquina de café. Se escuchan risas según pasa el tiempo. Si se espera, entre voces alzadas y susurros, como quien mira en la noche buscando estrellas fugaces, se escuchan risas. Una. Dos. Se asoman a la superficie del río y se dejan ir. Las risas despiertan respuestas. Detrás de cada risa que se escucha hay otra risa. Cuando desaparecen las risas su poso perdura, el río remansa. Se escucha más, después de las risas. Se escucha la música. Indie-folk americano. Un torno mecánico, chanclas, zapatillas arrastradas, el murmullo único de todas esas palabras sin forma. Eso se escucha. El reposo de lo conocido. Se escucha lo que no se escucha. El fluir tranquilo de la fonética que es familia. El calor de su sonido. Se escucha la costumbre. Se escucha la música aplanando las voces. Que no se escuche lo que dicen las palabras no importa. El río se escucha.
Ah, mira. También se escuchan ahora unos besos apretados. Y el silencio del abrazo que los acompaña. Eso es como encontrar el lucero en la noche desnuda.