Los hay más valientes que los escritores.
A los escritores les gusta jugar con su vida en el papel. Mezclarla y agitarla, transformarla en ficción, camuflarla como ficción. Muchos lo hacen también con su nombre, también con la persona. Muchos juegan con su identidad como si fuese otro elemento de la narración, otra herramienta del artesano como el boli, el papel, el ordenador, el idioma. Pero los hay más valientes que eso.
Existen los artistas sin miedo. O quizás, los artistas que encaran el miedo mirándole a los ojos y se utilizan a sí mismos de barrera.
No sé cuál de esos dos artistas es Bill Murray. No sé cuánto de Bill Murray hay en Bill Murray. Pero sé que es magnético, elocuente, desconcertante. Y que su propósito es ese mismo que el de los poemas, las pinturas y las novelas: sacarnos del sitio, hacer que miremos, desviar el cauce, apuntar con el dedo a la luna.
Bill Murray es una obra de arte.
No me importa cuánto de ese trabajo haya sido consciente y cuánto una evolución innata. El artista Bill Murray ha trabajado de una forma u otra para crear a Bill Murray, su obra.
Amo a Bill Murray desde la primera vez que vi Lost in Translation1. Desde entonces he visto esa película innumerables veces –la última de ellas, muy especial, en un cine de Tokyo, con amigos, y café–; he visto muchas de sus películas; he leído el libro Cómo ser Bill Murray publicado en Blackie books, no por ser yo un fanático del actor –que quizás lo sea, visto lo visto–, sino para entender qué es lo que siento cuando veo a ese hombre y su actitud en la pantalla; qué es eso que expresa a lo que me quiero aferrar; qué hace de ese hombre un mito para tantos de los que se han cruzado con él.
El pasado viernes vi a Bill Murray en persona. Asistí en Madrid a su espectáculo New Worlds en el Teatro Nuevo Apolo. Él y tres músicos de cámara. Música clásica y literatura americana recitada por el actor. Es increíble cuánto puede transmitir una sola persona, qué aura puede generar en un espacio su presencia; pero quizás en ese aura coexista parte del mito: desde el inicio del show, en silencio y a oscuras en el teatro, con su risa contenida sonando por los altavoces, we’ve got this, yeah, we got it, come on, ya se sentía la expectación por su figura.
Pero detrás del mito está el personaje, y lo que nos mostró en apenas dos horas fue cómo vivirse, cómo calzar 74 años como unas deportivas nuevas, y también, cómo mirar con nostalgia, con cariño, con compasión, al paso del tiempo. ¿Estás aquí? ¿Participas en esto?
Detrás del personaje quizás se esconda Bill Murray, quién sabe. A veces lo imagino como una mano cansada de llevar enguantada la marioneta, y me pregunto si habrá pasado mucho tiempo sin tocar con sus propios dedos. Pienso si habrá algo así como un Bob Harris2 llamado Bill, tumbado ahora en una cama de hotel de Tenerife, o bebiendo en la barra del bar sonriendo a un barman de acento tinerfeño cerrado, sin entender ni papa.
Luego pienso que eso ya lo habrá vivido de muchas maneras en muchas ciudades del mundo, y que quizás él ya esté en otro sitio. Quizás ya no le quede Bill Murray por recorrer a Bill. Ya haya gastado todas las hojas de su cuaderno, todos los huecos en blanco de su lienzo, ya se haya cansado de pintar encima.
Pero ahí sigue el tío. Encima del escenario, buscando cada vez llegar a lo íntimo, cruzar la barrera, hacerse arte mientras hace el payaso. Disfrutando y creando con la risa por delante.
¿Quién es Bill Murray?, me gusta preguntarme.
Como si importase un carajo qué decir.
La imagen del post es un fotograma de la película.
Personaje al que representa Bill Murray en Lost in Translation.