Llevo años quitándole el esmalte a las perlas, para ver qué guardan debajo.
Y algunos años más dejando de soñar con ellas, frenándome frente al barranco para mirar a las olas, y a la costa escarpada, y tan verde. Hace esos años que no creo en las alas de los cisnes como aviones dorados.
Lo que veo son las plumas.
¿Sabes?
No que las arranque y las contemple para encontrar sus bárbulas. No que quiera ver de qué están hechas. No me importa de dónde nazcan. Lo que quiero saber es su vuelo cuando están solas, y su vuelo cuando se aúnan y abarcan.
Digo, antes de esto, antes de pasarme el fósforo por las escamas, antes de gastar la piel, me enseñaron a esperar la sorpresa, a buscar los globos, ¿qué cámara es la mía? ¿Esta o esta? Y no me quejo. Aprendí lo que tuve.
Pero cuando se acabaron las fiestas dejé de buscar nuevas. Miré al frente y vi lo que restaba. Se parecía algo así como a una pantalla en blanco. Que podía ser un lienzo o quién sabe si un proyector de película. Que podía ser una carretera agrietada o el mar mismo.
¿Y si nunca hubiera escapado de aquellos años? ¿Miraría al futuro como si fuera una piñata? ¿Esperaría en silencio en mi cuarto a que me trajeran los regalos que merezco?
No celebro mis cumpleaños. No me importan. Y no quiero que se me malinterprete. Amo cada día que piso esta tierra. Pero cuando cumplo años siento una carga. Y no quiero que se me malinterprete. Amo cada día que se me regala en este cielo. Amo cada paso y cada arruga. Amo que cada día la vida se me haga más familiar y más extraña. Pero no quiero repetir patrones. No quiero caer en viejas costumbres. Me estoy curando la inocencia nociva, y me cuido de no pintarla de apatía, ni de hartazgo, ni mucho menos de derrotismo. Me cuido de los dragones, los príncipes y las princesas. Me cuido de nihilistas y apocalípticos.
Entre unos y otros tengo los ojos. La piel. El pecho.
Esto es en lo que más confío. La mañana nublada que termina en tormenta y la mañana soleada que no perdona; y en ellas los pájaros que despiertan ruidosos, hacendosos, juguetones. La perra que balbucea en sueños que me dice lo que siente. Las preocupaciones que se diluyen en una sonrisa o en la risa o sentado en meditación en mi cojín. Las letras cuando se juntan una a una y me abren algo nuevo o me recuerdan lo que siento. Y este fuego que me nace dentro, no para quemar sino para calentar lo que miran mis ojos. Este abrazo que quiero darle a todos: a los que sufren y a los que hacen sufrir. Este pulso que me crece. Esto es lo que celebro.
Y así, voy dejando caer los sueños uno a uno como hojas secas que ya tuvieron su tiempo, que ya no dan clorofila.
Qué sería de nosotros si no supiéramos soltar para seguir avanzando.
Hay un cuento budista que me encanta. Dice de un monje que se disponía a cruzar un río y para ello construyó una pequeña balsa. Cuando la terminó, subió a esta, remó con sus manos para surcar las aguas y llegó a la otra orilla. Y antes de continuar su camino por tierra miró a la balsa; pensó si llevarla consigo.
La dejó allí, claro. Qué iba a hacer con tanto peso encima.
Besos,
p.
P.S. Escribo todo esto y pienso en el justo medio del que hablaba el otro día.
Tan precioso