Esfinges bajo el agua
Yo fui un ente eidético, como tú, como tantas y tantos otros. Déjame que te explique.
Cuando era niño el mundo era diferente. Diría que el mundo era un continuo limitado por lo que conocía, un continuo encapotado, digamos, rodeado de niebla, y la niebla era el vacío para mí, lo que yo no conocía no existía, hasta que se iba descubriendo. Todo era un arroyo que nacía y terminaba en sí mismo. Así entendía yo el mundo.
Ahora el mundo se parece más a un museo con muchas salas, muchísimas, y en cada una se guarda una pieza distinta, una instalación compleja y elaborada, encerrada en su propia habitación. Sé que hay más salas, más habitaciones con más instalaciones detrás de puertas que no he logrado abrir. Algunas quizás las abra, otras no, otras nunca.
Cuando era niño yo miraba a un perro y no veía su forma. Quiero decir, lo veía, sabía diferenciar al guau guau del no guau guau, pero el guau guau no se limitaba a aquello que mis padres señalaban. Yo quería enseñarles que había más de lo que ellos entendían como perro, pero ellos no comprendían, y yo les decía guau guau a las calles por las que el perro había pasado o pasaría, a la comida que el guau guau comería o querría comer, al gato con el que el guau guau no llegaba a entenderse. El perro era todo eso, y mucho más, el perro no era solo la forma del perro y su ladrido. ¿Me explico?
Siempre me han dicho que tengo buena memoria fotográfica, que por eso se me da tan bien el dibujo, porque soy capaz de recordar a la perfección sombras y luces de un instante al otro, y lunares en los que nadie se fija, o arrugas que existen solo en un estornudo, o el cambio en la tonalidad de unos iris azulados en una tarde nubosa o meditativa.
Dibujo retratos. A eso me dedico. Soy retratista.
He hecho un poco de todo en esta vida para ganarme el pan sin dejar de dibujar. Sigo haciéndolo.
He retratado para revistas, y periódicos, y algún que otro libro.
He diseñado mis propios cómics: todo retratos: conversaciones entre dos o más personas; ponía mucha atención a las leves variaciones gestuales: una palabra, una inclinación en la voz, un pestañeo a destiempo lo cambia todo.
He trabajado en el Retiro haciendo caricaturas. No duré. No me gustaba deformar los gestos de la gente. Intenté dibujando retratos realistas durante un tiempo, pero no caían en gracia. Los domingos en el Retiro son para divertirse y descansar, no para contemplarse a uno mismo.
He trabajado para la policía. ¿Sabes lo de los retratos robot? De eso. Se me daba bien. Era capaz de visualizar rostros vívidos con apenas la descripción de unos pocos rasgos. No sé cuánto se parecerían a los rasgos reales del personaje en búsqueda, pero yo sabía que esa cara que estaba dibujando existía, que estaba viva o había vivido, que la había visto en algún sitio o que la podría llegar a ver. Sí, ya sé, qué peligro. Imagínate, poder arrestar a alguien que no hubiese cometido el delito solo por uno de mis dibujos. ¿No? ¿Eso piensas? Bueno, la policía no es tonta. No digo que no pueda ocurrir. Pero no es como que si ocurriese tal cosa no fuesen a tomar nada más en cuenta. No se encarcela a la gente por un dibujo. Creo. Mi dibujo era solo una señal, una posible pista, una entrada. Una débil guía si no había nada más a lo que aferrarse, que solía ser el caso en ese tipo de situaciones. Eventos. Delitos. Por eso nunca ocurrió aquello. Nunca encontraron a ninguno de mis dibujos. A ninguna de las personas que dibujé, quiero decir. Nunca llegué a conocer a ninguno de esos retratos.
No. No es cierto.
Hubo una vez… No recuerdo el nombre de aquel tipo. Y eso que todo aquello me causó una gran conmoción. Toda mi buena memoria para las imágenes, se disipa con las palabras. Quizás nunca supe su nombre. Quizás no lo sabía ni la policía. No lo recuerdo. Pasaría hace más de veinte años. No lo encontraron los agentes. Ni siquiera estoy seguro de si aquel hombre que me crucé era en verdad un delincuente o no. Si fue aquel delincuente acusado de robo a mano armada, de violencia con arma blanca, o si no fue él. Yo diría que sí. Habían pasado meses, quizás un año, desde que lo dibujé. Andaba por el viaducto de Segovia, era de noche, volvía a casa. El hombre estaba apoyado sobre la barandilla, mirando la caída de la calle Segovia hasta su puente, mirando más allá de la Puerta del Ángel, en aquellos años en que el viaducto aún no tenía pantallas transparentes que frustrasen las intenciones de los suicidas. En un primer momento no lo reconocí, casi no me fijé en él. Cuando pasé por su lado, el hombre gruñó. Pensé que me había dicho algo y me giré para contemplarle. Tenía el cuerpo inclinado ligeramente sobre la barandilla, agarrado con fuerza a esta, podía vislumbrar la tensión de sus manos bajo la luz anaranjada de las farolas, sus ojos estaban clavados en la caída. Al frenar mis pasos él se giró para mirarme. Su rostro era delicado a pesar de los años y la piel gastada. Sus ojos resplandecían, la esclerótica amarillenta como el brillo del fuego transmitía una rabia que hacía ecos en la tensión de su mandíbula, en los dientes gastados que asomaban de su boca entreabierta, sus iris pardos se descubrían como los anillos de dos troncos talados, cargados de años, sus pupilas eran jóvenes y estaban muertas, eran terribles. Las recuerdo terribles. Recuerdo que cerró y volvió a abrir la boca ligeramente, y que el sonido de su saliva resonó en el frío, sus ojos y los míos conectados por las pupilas como un todo. Recuerdo cómo me torció el corazón. Recuerdo pensar: eso es un hombre solo, y que el brillo de sus pupilas entonces se hizo más intenso, más punzante, como un picahielos, como si la luna nos hubiese caído de pronto. Fue solo un momento, como suelen ser esos momentos entre desconocidos. Apenas unos segundos si llegó a tanto. Me di la vuelta y seguí mi camino. No volví a mirar atrás. Cuando llegué a casa rebusqué entre las copias de los retratos robot de la policía. Estaba seguro de haberlo retratado. Siempre hacía copias y mantenía un archivo de todos aquellos dibujos. De hecho, tengo copias de todos los retratos que he hecho desde que empecé a hacer retratos. Desde siempre. De alguna manera miro a mis retratos como los observadores de aves miran a las fotografías que hacen de sus pájaros. Los coleccionan, los registran en un libro, son recuerdos de los especímenes que se han cruzado en sus vidas. Tiene un nombre aquel libro, los angloparlantes lo llaman life list. Yo tengo mi propio life list de mis retratos, tengo mi propio registro, mi lista de vida de la gente que ha pasado por mis ojos para quedarse. Encontré a aquel hombre entre mis dibujos. No tenía barba. Parecía más joven. Tenía esos mismos ojos. Igual de desesperados. Igual de terribles. Recordé al mirar su rostro cómo habían salido esos ojos de mi lápiz. Recordé lo que me había dicho la mujer que lo describió para mí, y ya sabes qué mala memoria tengo para las palabras. Dijo algo así como: sus ojos no me asustaban, parecía que fuese él quien tenía miedo, parecía como si sus ojos estuviesen encerrados. Dijo: eran unos ojos perdidos de olvido.
No sé por qué no recordaba todo aquello…
Mi tiempo de ayudante de la policía terminó hace mucho. Puede ser por eso. Desde hace más de una década me dedico a algo menos excitante pero sustancialmente más lucrativo. Ahora trabajo como retratista freelance. Me valgo de internet y las redes para encontrar clientes. Bueno, a estas alturas mis clientes se valen de las redes para encontrarme a mí. No voy a ser modesto, me va bien. Muy bien. Al principio costó, pero aquí estamos. Sé lo que hago, y lo ejecuto a la perfección. Han definido mi estilo en un algo así como el cruce entre William Blake, Artemisia Gentileschi y Annie Leibovitz. Poca cosa. Soy bueno en mi oficio, y mis clientes lo ven, lo sienten. He expuesto varias veces en galerías de prestigio de la ciudad. Una vez expuse en Berlín. No para vender mis cuadros, mis cuadros ya están vendidos desde antes de que empiece a pintarlos; para conseguir más clientes, eso sí. Ellos quieren un retrato realista y yo les doy un retrato realista, tan realista como sé, que es mucho. He trabajado muchas técnicas, pero mi especialidad, lo que más me solicitan hoy en día, es pintura al óleo sobre lienzo. Ya ves. Quieren cuadros magníficos que colgar en sus salones. A la gente con dinero y poder les gusta observarse a través de los ojos de otros. A mucha gente, en realidad. No hace falta ser rico. No lo juzgo. Yo llevo autorretratándome toda mi vida. Bien es cierto que no es lo mismo, al ser mis propios ojos los que guían la pintura. Me despersonalizo en el proceso, claro, eso sí. Después de unas horas es como si no viese que me estoy pintando a mí mismo. Ese yo es otro. Pero cuando lo termino y me veo no pienso en colgarme en el salón. No podría. La imagen que yo puedo generar de mí está muy encorsetada por la percepción que tengo de mí mismo. No sé si me explico. Yo solo me puedo dibujar como me siento y me pienso, consciente de que ese que dibujo soy yo, por mucho que lo olvide en el proceso, por muy realista que sea el resultado, está manchado de mi mirada, de mi propia subjetividad. Supongo que no ocurre lo mismo si te ha retratado otra persona. Te podrás reconocer en el cuadro, pero la idea que tienes de ti mismo no está volcada en ningún sitio. Nadie la sabe más que tú. No está expuesta. Mis autorretratos los guardo en un altillo en mi casa al que solo yo tengo acceso. Diría que entiendo perfectamente a Dorian Gray.
Podrías pensar que mis clientes son casi todo hombres, casi todos de más de sesenta años, casi todos con dinero. No es así. Esto último, lo del dinero, en verdad no lo sé. Mis tarifas no son baratas, no es que cualquiera pueda permitírselas, pero algunas veces, por las imágenes que me envían para realizar los retratos, no diría que se trata de gente pudiente; la mayor parte de las veces sí, se les nota en los ojos, ese brillo es uno de los rasgos imprescindibles a la hora de volcar en el cuadro; es lo que muchas veces define su personalidad. Podría parecer una exageración esto que digo, pero te aseguro que no lo es. Una vez tuve un cliente importante; importante porque me solicitó un cuadro a escala real, e importante porque era un hombre famoso, poderoso, rico. Ese brillo al que me refiero definía sus ojos, le definía a él, en todas las fotos que me envió como modelo para el retrato. Probé a pintar el cuadro sin aquel brillo. Por curiosidad. Por experimentar. Por reafirmarme en mi teoría. Era un cuadro muerto. No exagero. Era como haber pintado a un difunto en pie y bien vestido. La vida, su vida, no corría a través de él. Le añadí aquel brillo y ahí estaba todo su coraje, toda su confianza, todo su poder y fama, hasta su dinero incluso, podías ver todo su dinero en sus ojos.
Así son mis clientes. Gente vanidosa; eso lo tienen en común. Son buenos clientes. Pagan bien, pagan a tiempo, y siempre tienen buenas palabras para mis retratos.
No me quejo. Me gusta mi trabajo. Me gusta el reconocimiento que me trae. Me gusta tratarme con gente de todo tipo. Me gusta el dinero. Pero sobre todo me gusta poder dibujar, poder pintar, poder seguir haciendo retratos después de tantos años. Me encanta. Aunque tengo una espina clavada. No te lo voy a negar. Supongo que es esa espina la que hace que te esté contando todo esto. Cada vez está más presente, cuantos más halagos recibo. Cuanto más reconocimiento recibe mi arte más profunda la siento. Y es una espina que sé que no me puedo sacar. Quizás no pueda nunca.
Desde siempre he dibujado rostros. Desde muy pequeño. Cuando era niño la gente no entendía mis dibujos. Con la gente me refiero a mis padres, familiares, profesores. Esa gente. Me felicitaban, decían esas cosas que dicen: qué bonito, qué de colores, qué grande, pero yo sabía que no entendían lo que estaban mirando, por sus ojos extrañados, torpes. Mucha gente adulta, no sé si te has fijado, tiene una mirada más simple que la de la mayoría de los niños. Quizás simple no sea la palabra correcta, quizás es mejor que me deje de remilgos: tienen una mirada más embobecida, retraída, opaca. Me recuerda a la mirada de unos ojos con cataratas pero sin el toque místico que esas miradas tienen, solo por el empobrecimiento en el mirar. Son ojos pobres, eso es. Ojos pobres. Y yo veía cómo mis padres y mis profesores miraban con esos ojos pobres a mis dibujos sin entender nada en absoluto, pensando que la mezcla de colores era una elección azarosa de la que yo no tenía conciencia, que la abstracción de las formas se daba por la torpeza de mis movimientos, que las explosiones fuera del folio a la mesa o el suelo o las paredes se debían a mi incapacidad de comprender el espacio reservado al dibujo, como si no pudiesen entender lo limitante de esa cuadrícula blanca. Para colmo, por si esa mirada suya no resultaba lo bastante obvia, solían preguntarme, ¿qué es?, ¿qué has dibujado? Esperaban la respuesta de una criatura que apenas tenía palabras a las que agarrarse para describir nada. ¡Palabras querían! ¡¿Qué es?! ¡¿Qué es?! ¡Está ahí! ¡Mira! Qué es… Acepto que mi técnica no estaba depurada por aquel entonces, que me quedaba mucho por aprender, había mucho que mejorar. Pero yo estaba reproduciendo tan fielmente como sabía lo que veían mis ojos. Las caras y gestos a mi alrededor. Sus ojos pobres. Dibujaba mucho sus ojos, pero ellos nunca se sintieron identificados, nunca se vieron reflejados en mis dibujos. Y he aquí la espina de la que te hablaba. Yo sé, que aún a día de hoy, aquellos fueron los retratos más realistas que he dibujado en mi vida. Los sentía, era capaz de entenderlos en su todo. Esos dibujos plasmaban la realidad que yo observaba en las caras a mi alrededor mejor que ningún otro retrato que jamás haré. Mucho más que los retratos que ahora hago, retratos hiperrealistas, como los llaman mis clientes, como los han llamado críticos y curadores, qué demonios, como los llamo yo mismo. Hiperrealistas. Solo porque no son capaces de diferenciarlos de una fotografía o de su reflejo en el espejo. Y eso les encanta, a mis clientes. A todo el mundo. Les encanta que mis dibujos sean idénticos a ellos mismos, a lo que ellos ven. Porque ahí está el truco. Lo descubrí con el tiempo. Entendí qué era lo que no gustaba de mis retratos realistas en el pasado, cuando trabajaba en el Retiro, lo que hacía imposible a la policía encontrar a esas personas de mis dibujos, por lo que casi no conseguía ventas cuando comencé mi camino como retratista independiente. Tenía que arrancarles el alma. Para que mis retratos fuesen reales tenía que despojarles de su verdad personal. La verdad que transmitían sus gestos y los pequeños rasgos en sus pieles y en su vello y en sus arrugas y en sus leves movimientos y en sus ojos. Bueno, excepto eso. Excepto los ojos. Porque, como ya he dicho antes, en los ojos reside el pasado y la vida de cada rostro que dibujo. Y ahí, en realidad, reside también el último reflejo de sus almas, el que no se puede arrancar si quieres que te compren un cuadro. Ese balance entre lo verdadero y lo real. Eso he entendido con el tiempo. Mis clientes no quieren verdad, quieren eso que ellos ven como real. Y eso es lo que les ofrezco.
Desde entonces no veas cómo vendo. Ahí está la clave de mi éxito.
Ahí está también la parte de esa espina que encontré a la luz.
De todas formas, a estas alturas, ya no sería capaz de dibujar otra cosa, ya no puedo salirme de esta hiperrealidad. Mi mente la proyecta así, como fotografías. Mis recuerdos están deformados por ella. Mis dibujos son una consecuencia de esta forma de ver el mundo que me rodea, que hace demasiado invadió mi consciente.
C’est la vie.
¿Sabes qué me pasó?
¿Sabes por qué perdí mi mente eidética? ¿Mi capacidad de ver el mundo como es, de dibujarlo como es, como lo veía de niño, el mundo-río?
Fueron las palabras.
Lo sé. Lo recuerdo. Lo recuerdo vivamente. Ese momento en que mi percibir lleno de escenas como agua empezó a crear vehículos cerrados para todo lo que me rodeaba. Recuerdo el olvido en que se transformaron esas imágenes fluidas para poder anclarse a un nombre, como marcas de hierro candente entre los puentes de mi cerebro. Una sequía que descubrió un mundo de estatuas. De enigmas con dientes.
Pero ese es el precio a pagar para poder hablar contigo. Para poder moverme en este mundo lleno de rostros.
El precio del verbo es el olvido.
Poco más te puedo decir.
A veces sueño que soy un animal que se mueve por un idioma de gestos, movimientos y ojos, y creo entrever, por momentos, por fogonazos inefables y efímeros, aquel río en que vivía antes de las palabras.