Hace unos meses estuve en una tetería de Madrid con unos buenos amigos. Mientras bebíamos té moruno y fumábamos una cachimba de menta, empezamos a hablar sobre meditación. Intentaba describirles cómo es mi experiencia de ese sentarse y cuál es el ejercicio en el que enfoco mi práctica (atención plena en la respiración, como base), y uno de ellos, que nunca había meditado, me preguntó: para qué. ¿Para qué te sentarías a no hacer nada? Yo que entonces debí de sentirme atacado o provocado u ofendido porque a la inacción se le llame nada, porque se la considere inútil, respondí como un pedante. (Y soy ahora consciente de que reaccionar por el uso de esos términos y querer rebatirlos es también pensarlos ciertos, entenderlos por igual: no existe lo útil y lo inútil sino a través del marco personal desde el que se contempla el mundo: todo el lenguaje está subyugado a la mirada individual y subjetiva.) Le debí de decir entonces algo así como que la nada es exactamente lo que uno busca al sentarse, o que el problema está en siempre querer hacer las cosas para conseguir algo, alguna frase reactiva y altiva similar. Hay algo cierto y algo falso en esa respuesta. Lo falso es que no haya un propósito detrás de la acción de sentarse a meditar, aunque sea un propósito inicial. Al fin y al cabo, la mayoría de nosotros vemos el mundo a través de unos marcos similares, tallados por el pensamiento y el movimiento de la era en que vivimos. Y a día de hoy vivimos, en casi todo el mundo, en un mundo muy utilitario, que busca una función y un porqué para todo lo que se hace. Así, cuando decidí empezar a sentarme en el cojín a buscar ese espacio de silencio, lo hice con objetivos en la mente. Relajarme, desconectar del pensamiento o conectar con el cuerpo, buscar la iluminación (fuese el animal mitológico que fuera), conectar con lo que se esconde detrás de mi mente, conectar con lo que reciben mis sentidos sin un filtro… Podría enumerar muchas más razones –aunque tiendan a ser la misma con distinta forma– que en algún momento reforzaron mi práctica, el tan difícil hábito de sentarse a no hacer nada pero haciendo. Lo cierto de aquello que le dije a mi amigo como un resabidillo es que, como todo hábito, cuanto más se forma y se establece en tu realidad, más se transforma en otra cosa que no esperabas. Quiero decir: no tiene nada que ver el por qué me siento ahora con por qué lo hacía cuando lo hice la primera vez. Mi práctica ha ido evolucionando, mutando, suavizándose, y ha recalado, irónicamente o no, en un espacio en el que no importa tanto por qué se hace. Simplemente se hace. Porque se siente bien, porque reconforta, porque conecta y porque profundiza. Habrá una razón por la que me siente en meditación a no hacer nada, pero a día de hoy no la tengo tan clara.
Me sentí mal por haber actuado de forma tan pretenciosa. Conmigo y para con mi amigo. Reflexioné sobre ello. Me resultó claro que era mi inseguridad lo que estaba en el fondo, como siempre: la necesidad de mostrar que lo que haces vale, que te estás construyendo como un individuo valioso, útil, aunque lo que hagas pueda parecer lo contrario. Ahí, de nuevo, el mismo constructo mental construyendo cómo miras al mundo y cómo actúas en él. Y la meditación, con su acción silenciosa, con su inacción activa, con su quietud creativa, que consigue que sea capaz de advertir cuándo mis acciones están desligadas de lo que me importa, que me permite centrar el foco en ellas para que mi mente las desgrane, que me empuja a escribir a mi amigo para pedirle perdón, y para explicar mejor lo que quería decir con aquello y dónde solo había actuado mi ego, mi inseguridad. La meditación que me permite observar cuándo mi pensamiento está preso en sí mismo, en su propio marco, en su propio juego, y que me permite retirar el marco para abrir la imagen, expandir el cuadro y agrandarlo hasta abarcar todo lo que no sabían ver mis ojos.
La meditación es el vehículo que nos descubre el mundo por lo que es y no por lo que queremos que sea.
Abrazos,
p.