Dahbia se mudó a Londres y Tian no supo seguirla.
No quiero ir, no tengo ninguna gana, le dijo ella, pero la voz hay que llevarla allí, hoy. Hay que gritarle a los ingleses. El poder se habla en inglés.
A Tian el poder le venía muy grande. No quería pensar en ello.
Sabía que la poesía jugaba muchas veces sin querer a romper el poder, a desmigajarlo desde una nueva mirada. Sabía de la poesía que queriendo se enfrentaba, con claveles o con versos cortantes. Sabía que él tenía ese fuego.
Quizás esa fue la primera vez que lo intentó, Tian. Escribir un poema. Aunque en su cabeza lo había intentado mil veces. Paró en una librería y compró una pequeña libreta. Tamaño bolsillo. Tapa blanda. Cubiertas azul marengo. Papel amarillento. Compró un lapicero. Se arrepintió. Compró un boli. Para no escribir con la duda en la punta. Se fue a un café de tantos de París. Se sentó en una mesita redonda de terraza, mirando a la calle y a los paseantes, rodeado de parisinos en sus mesitas redondas haciendo lo mismo, además de fumar, además de leer. Abrió la libreta por la segunda página; en la primera no se escribe. Apoyó el bolígrafo y…
El poder. Los transeúntes. París. La poesía que es un arma cargada. De futuro o del ahora. Pensó en Celaya. Pensó en qué le quemaría cuando dijo aquello.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta a la vez que latido de lo unánime y ciego. Tal es, arma cargada de futuro expansivo con que te apunto al pecho. No es una poesía gota a gota pensada. No es un bello producto. No es un fruto perfecto. Es algo como el aire que todos respiramos y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos. Son palabras que todos repetimos sintiendo como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
–Gabriel Celaya1
Lo que no tiene nombre. Gritos en el cielo que en la tierra son actos.
Tian quiso decir todo eso que sentía. Que era algo así como que le dolían los músculos. Que París le tenía atrapado. Y que no era París. Ni era su miedo a Londres ni a los ingleses. Ni siquiera su miedo al poder de los hombres. Ni que temía que Dahbia no le quisiese, como ya le había dicho ella que así era. Era algo más así como que su futuro le aterraba. Como que el pasado seguía siendo balsa y el ahora… El ahora. Los parisinos, las hojas cayendo en el asfalto, las promesas del cielo francés. Haberle gritado a aquel cabronazo lleno de nubes que nunca tuvo la culpa. Pero que por su culpa no sabía nada. No podía nada. Ni siquiera esto. El bolígrafo apoyado sobre el papel amarillento. Ni una sola letra.
Lo que hizo fue dibujar. Las palabras eran una piedra en su garganta así que dibujó. Para liberar al boli de su cepo, para que sus dedos respirasen. No dibujó nada especial. Un hombre sentado en la tercera mesa por la izquierda en su diagonal. Llevaba gafas, tenía bigote, bebía café. Un parisino cualquiera. Escribía fervorosamente sobre una libreta tres veces más gruesa que la suya, ya por la mitad. No llevaba una boina pero le dibujó una boina. Pensó que debería llevar esa boina.
Que eres francés, coño.
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Esta es la historia de un poeta en busca de un poema, que ya comenzó y que irá desgranándose en las próximas cartas, los próximos días, con ayuda de la música.
*La imagen del post es la portada del nuevo disco de Bon Iver: SABLE fABLE, cuya música acompaña a este texto.
Fragmento de su poema La poesía es un arma cargada de futuro.
(Son lo más necesario)